“el desierto ahuyenta este campo sagrado de insinuaciones burdas”

el desierto ahuyenta este campo sagrado de insinuaciones burdas, complejo de ciudad, de alma humana queriendo abigarrarse en hierro, cemento, vitrales, ósculos de santos, mosaicos medioevales.

el desierto trae esa capa de infinito, color entre blanco y carne, entre beige y canela untada en el horizonte; entrega pensamientos claros, arena en la boca, una incomodidad casi necesaria para recrear el aura gloriosa de una mente feliz, tranquila, disipada, que todo lo puede albergar y digerir como bocado preciso.

el desierto descascara las uñas mordidas, mal pintadas, entre un caos de ama de casa aburrida, zapallos mal pelados, baldes rotos, jabón para pisos. me vuelve a imagen y semejanza de la música que solo acaricia la limpieza de la vista, la sangre volviéndose arena. dunas y dunas, las palabras. pasos en el silencio, sin ambigüedad. un temple de voluntad bien utilizado, como si no se necesitara moral, ni historia entre los movimientos agrarios donde la dimensión de castidad se pierde en la urbe chorreando café, cigarrillos, amazonas peleando la moda, los cosméticos, la mirada incólume de la plasticidad.

el desierto en tu ojo.
el desierto en mi mano.
el desierto caliente y frío.

el desierto en la noche tibia, en la oreja dispuesta de una abeja reina que prepara el último aguijón de la batalla.

un par de alas inventadas surcan el corolario del crepúsculo. el desierto mengua la ira, acicala el veneno y soy invento del cielo, soy nube soplada. fulmino con mi amor toda la calle, soy ballena.